Ser amable con la IA: el costo real de cada 'gracias'



En los últimos meses se ha vuelto viral una idea curiosa: que cada "por favor" y cada "gracias" que escribimos a la inteligencia artificial tiene un costo económico real. Algunos titulares sugieren que nuestra cortesía digital le está saliendo cara a empresas como OpenAI, justo cuando el mundo empresarial intenta entender cuánto vale, en pesos y en decisiones, cada consulta que hace a estos modelos. Detrás del chiste hay una conversación seria sobre consumo de recursos, energía, huella de carbono y sostenibilidad financiera de la IA que ya forma parte de tu día a día. Y, al mismo tiempo, aparece una pregunta muy humana: ¿deberías dejar de ser amable con una máquina para ahorrar dinero? En este blog vamos a aterrizar mejor cifras, contexto y decisiones prácticas para tu empresa, recordando siempre que la tecnología debe servirte, no gobernarte. 

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Cuando leí el artículo de Portafolio que planteaba que decir “gracias” a la IA le cuesta millones de dólares a OpenAI, confieso que sonreí. Sonreí porque, por fin, la conversación pública empezó a mirar detrás de la pantalla y a preguntarse qué hay realmente debajo de cada respuesta “mágica” que aparece en cuestión de segundos. OpenAI no vive del aire, ni los modelos se ejecutan por cortesía del universo: detrás hay granjas de servidores, chips especializados, contratos de energía, equipos de ingeniería, científicos de datos, diseñadores de producto y toda una infraestructura que alguien tiene que pagar. El artículo recuerda que cada palabra adicional que escribimos, incluso cuando es pura amabilidad, debe ser procesada y eso tiene un costo por token, por consulta y por modelo, especialmente cuando hablamos de millones de usuarios interactuando a escala global.

La clave está en entender qué son esos “tokens” que de repente todos mencionan. Un token no es una palabra completa, sino un fragmento de texto que la IA utiliza para partir, comprender y generar lenguaje. Cuando escribes “Muchas gracias por tu ayuda, ¿podrías por favor explicarme esto paso a paso?”, no estás enviando una frase romántica al vacío: estás enviando un conjunto de tokens que se suman a los que el modelo generará al responderte. Según las cifras reseñadas por Portafolio a partir de análisis técnicos, procesar mil tokens de entrada y salida cuesta fracciones de centavo de dólar, pero cuando multiplicas esos centavos por millones de usuarios y por miles de millones de interacciones al año, el resultado son decenas de millones de dólares en infraestructura, energía y operación. Allí entra el debate sobre si un “gracias” extra vale ese costo.

Sam Altman ha reconocido que la operación diaria de modelos como ChatGPT implica gastos astronómicos y que parte de esa factura se explica por el volumen y la complejidad de las interacciones de los usuarios. Sin embargo, el propio discurso de la compañía ha sido claro en algo: esos millones invertidos en atender preguntas, experimentos y pruebas de personas y empresas en todo el mundo hacen parte del aprendizaje colectivo sobre cómo usar mejor la IA. Es decir, la cortesía no es el problema central. El problema es qué tan funcional es –o no– la forma en que estamos usando estas herramientas dentro de nuestras organizaciones, cuánto valor de negocio obtenemos por cada peso invertido y qué tanto entendemos el modelo de costo total de la IA, que no se limita a la licencia de turno.

Desde la perspectiva de una empresa colombiana, especialmente una pyme o una mediana empresa que está empezando a incorporar IA en su operación, la pregunta relevante no es “¿le estoy saliendo caro a OpenAI por decir gracias?”, sino “¿estoy usando la IA de forma estratégica o estoy improvisando?”. Veo organizaciones que se suscriben a planes corporativos de herramientas de IA generativa sin un mapa de uso, sin prioridades definidas y sin métricas claras. Cada área explora por su cuenta, cada colaborador habla con la herramienta a su estilo, algunos la usan para tareas críticas sin supervisión y otros, simplemente, la usan como curiosidad. Esa dispersión es muchísimo más cara que cualquier palabra amable que pueda colarse en un prompt, porque genera duplicidad de esfuerzos, desorden en la información y una falsa sensación de modernidad que no se traduce en resultados.

El segundo nivel de costo que casi nunca aparece en los titulares es el ambiental. Hoy sabemos que una consulta a un modelo de IA generativa puede consumir significativamente más electricidad que una búsqueda web tradicional, precisamente porque requiere una cantidad muy superior de cómputo y de acceso a memoria en centros de datos especializados. Distintos informes estiman que, en 2024, los centros de datos consumieron alrededor del 1,5 % de la electricidad mundial y que, de aquí a 2026–2030, esa demanda podría al menos duplicarse impulsada en buena medida por inteligencia artificial y criptoactivos. No se trata solo del consumo eléctrico: está la huella de carbono asociada, el agua usada para refrigeración y la presión sobre las redes eléctricas nacionales y regionales. Cada “gracias” adicional pesa poquísimo en ese escenario, pero el conjunto de decisiones de diseño, entrenamiento y uso masivo de IA sí marca una diferencia ambiental muy concreta.

Si aterrizamos esto a nuestra realidad latinoamericana, y en particular a Colombia, el tema se vuelve todavía más serio. La demanda de energía del país crece impulsada por la electrificación de procesos, la digitalización de servicios y la llegada de más infraestructura de datos. A la vez, avanzamos hacia una matriz más limpia, pero aún dependemos en buena medida de fuentes tradicionales sujetas a fenómenos climáticos como El Niño. Mientras tanto, a nivel global, la participación de las energías renovables en la generación eléctrica ya ronda un tercio y sigue aumentando, lo que abre oportunidades para que los proyectos de IA se anclen a compromisos de sostenibilidad reales, y no solo a discursos de moda. Esa tensión entre demanda creciente y necesidad de sostenibilidad es la que debería preocuparle a un empresario cuando piensa en IA, no si su equipo escribe un “por favor” de más al modelo.

En el fondo, la cuestión de la amabilidad con la IA es una puerta de entrada a una conversación mucho más útil: cómo diseñamos interacciones funcionales. Una cosa es llenar el prompt de frases de cortesía, y otra es formular la solicitud con respeto, estructura y contexto útil. Cuando escribes “por favor, genera un resumen de máximo 400 palabras, en lenguaje sencillo, para un cliente no técnico, sobre este informe de riesgos”, lo que hace la diferencia no es el “por favor”, sino la claridad de las condiciones: longitud, tono, audiencia y propósito. Eso sí aporta a la calidad de la respuesta y, curiosamente, también termina optimizando costos, porque reduces el número de iteraciones, correcciones y reprocesos. Es decir, tu cortesía es rentable cuando va de la mano con precisión.

Aquí aparece una distinción clave entre ser amable y ser verborrágico. Ser amable es reconocer al otro –aunque en este caso “el otro” sea una interfaz– y usar un lenguaje respetuoso, coherente con la cultura de tu organización. Ser verborrágico es llenar de texto irrelevante cada interacción: copiar bloques enteros de conversación que ya no aportan contexto, repetir instrucciones innecesarias, mezclar varios objetivos en un mismo mensaje o escribir relatos larguísimos antes de pedir algo concreto. Esa verborragia sí aumenta el consumo de tokens de forma significativa, añade ruido a la conversación y termina saliendo cara tanto en consumo técnico como en tiempo humano para corregir o reinterpretar resultados. El problema no es el “gracias”, es la falta de diseño en la conversación con la IA.

En paralelo, no podemos ignorar el efecto que tiene el lenguaje en la cultura interna. Desde la psicología sabemos que los hábitos verbales moldean la forma en que nos tratamos entre personas. Si en la empresa normalizamos mensajes cortantes, agresivos o despectivos hacia una máquina, terminamos abriendo la puerta a un estilo de comunicación que, tarde o temprano, se filtra a los chats internos, a los correos y a las reuniones. Tratar a la IA con respeto –aunque sepamos que no siente ni sufre– es también un ejercicio de coherencia: usamos tecnología sin perder nuestra humanidad. La línea roja aparece cuando olvidamos que no hay conciencia al otro lado y empezamos a atribuir intenciones, sentimientos o criterios morales a un algoritmo. Esa confusión, además de inútil, puede ser peligrosa para la calidad de las decisiones.

Desde la experiencia acompañando empresas en Colombia y otros países, veo tres grandes vacíos que cuestan mucho más que cualquier gesto de cortesía digital. El primero es el desconocimiento de los costos reales de la IA: se compra la licencia, pero no se dimensiona el costo total de propiedad, que incluye formación, rediseño de procesos, gestión del cambio y seguridad de la información. El segundo es la ausencia de una política clara de datos: qué se puede subir a modelos públicos, qué debe quedarse en entornos privados, cómo se anonimiza la información sensible, cómo se cumple con la normativa de protección de datos personales y cómo se gestiona el riesgo reputacional. El tercero es la desconexión entre estrategia y uso cotidiano: se habla de IA en el plan estratégico, pero en el día a día no hay indicadores ni responsables claros.

Es en ese punto donde cobra sentido detenerse, mirar con calma y hacer un diagnóstico funcional del uso de IA en tu empresa. ¿En qué procesos tiene sentido usarla? ¿Dónde puede automatizar tareas repetitivas sin comprometer la calidad ni el cumplimiento normativo? ¿Qué decisiones nunca deberían quedar en manos de un modelo generativo, por más impresionante que parezca? Responder estas preguntas reduce el ruido y hace que cada consulta –amable o no– tenga un propósito. Y, cuando cada consulta tiene un propósito, el costo por token deja de ser un misterio y se vuelve una variable más dentro de tu modelo de negocios. Si estás en ese punto en el que sientes que todos hablan de IA, pero no tienes claro qué hacer con ella, es momento de pasar del experimento aislado a una estrategia articulada.

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Otro ángulo inevitable es el de la transparencia hacia clientes, proveedores y aliados. Cada vez más personas se preguntan si están interactuando con un humano o con una IA, qué se hace con sus datos y qué tan confiables son las recomendaciones que reciben. En Colombia, la regulación de protección de datos personales exige informar con claridad el tratamiento de la información y, aunque hoy no existe una norma específica sobre IA generativa, la tendencia global apunta hacia mayor exigencia de explicabilidad, trazabilidad y responsabilidad. Eso quiere decir que no basta con tener un asistente virtual bonito; hay que ser claros sobre sus límites, su rol, su origen y su supervisión humana. La cortesía digital incluye decir la verdad sobre cómo usas la tecnología que tienes detrás.

Cuando llevas la conversación al terreno operativo, descubres que la IA está entrando en áreas especialmente sensibles: selección de personal, evaluación de desempeño, gestión de clientes morosos, scoring de riesgo, detección de fraude, atención al usuario, diseño de campañas de marketing. En todas estas áreas, el tono del prompt y la precisión de la solicitud importan, pero importan aún más las reglas de negocio que rodean la respuesta. No es lo mismo pedir “recomienda a quién despedir” que usar la IA para simular escenarios o ayudar a redactar comunicaciones difíciles mientras tú tomas la decisión basándote en criterios humanos y jurídicos. Ser amable, en este contexto, también significa ser justo y no usar a la IA como escudo para decisiones que requieren responsabilidad.

Construir una política interna de uso de IA que incluya lineamientos de lenguaje, buenas prácticas de redacción de prompts, formación mínima para los equipos y reglas claras sobre qué casos de uso están aprobados no es un lujo académico; es una herramienta concreta de gestión moderna. Esa política debería definir qué información nunca se comparte con modelos públicos, cómo se entrena a la gente para aprovechar la IA sin volverse dependiente de ella, cómo se documentan las decisiones apoyadas por modelos y qué mecanismos de revisión periódica se aplican para evitar sesgos, errores o usos indebidos. Implementar algo así lleva tiempo, pero es infinitamente más barato que improvisar durante años con herramientas poderosas sin un marco de referencia.

En paralelo, la conversación sobre costos nos obliga a pensar en el tiempo y la atención del equipo, que son dos de los recursos más escasos en cualquier organización. Si cada colaborador tiene que “pelearse” con la IA para lograr respuestas útiles, si los prompts cambian cada día, si no hay ejemplos internos bien documentados de buenas prácticas, el costo real se mide en frustración, retrabajo y desconfianza hacia la herramienta. Al contrario, cuando existe una biblioteca viva de casos de uso funcionales, cuando el equipo comparte aprendizajes y cuando la cultura premia las mejoras de proceso más que el brillo tecnológico, la IA se convierte en un aliado y no en una carga. Allí, de nuevo, un “gracias” escrito al final de la interacción es irrelevante frente al verdadero costo de tener procesos mal diseñados.

Por último, está la dimensión de la cultura digital que quieres construir para los próximos años. Una organización que apuesta por la calidad humana, el sentido de pertenencia y la efectividad no puede limitarse a preguntar cuánto cuesta una palabra amable en términos de tokens. Debería preguntarse cuánto valor genera mantener una comunicación respetuosa, clara y coherente en todos los canales, incluidos aquellos donde la otra parte no es un ser humano sino una interfaz inteligente. No confundimos a la IA con una persona, pero tampoco renunciamos a la forma en que elegimos relacionarnos con la tecnología. Porque, aunque la máquina no sienta nada cuando le dices “gracias”, tú sí te entrenas cada día en la forma de tratar a los demás.

En Todo En Uno.NET llevamos décadas viendo cómo las empresas se pierden en la novedad tecnológica o se quedan congeladas por miedo a moverse. Ni lo uno ni lo otro funciona. Lo que sí funciona es construir un camino propio, consciente, donde cada herramienta tenga un propósito claro y se evalúe por su aporte a la eficiencia, al cumplimiento y a la sostenibilidad, no solo por su brillo. La inteligencia artificial es una pieza más de ese rompecabezas, poderosa, sí, pero no mágica. Por eso, antes de preguntarte si deberías dejar de escribir “gracias” para ahorrar, vale la pena preguntarte si tienes claridad sobre qué problemas de negocio quieres resolver con IA, qué datos vas a usar, qué riesgos estás dispuesto a asumir y qué tipo de cultura digital quieres consolidar en tu organización.

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Cuando hablamos del costo de decir “gracias” a una IA en realidad estamos hablando de algo más profundo: del tipo de relación que queremos construir con la tecnología y del modelo de empresa que aspiramos a liderar. Puedes optar por el camino corto y pensar solo en reducir tokens, recortar frases y medir cada palabra en función de su impacto en la factura; o puedes usar esta conversación como un espejo para revisar cómo estás tomando decisiones, qué tan consciente eres del uso de los recursos y cuánto valor real estás obteniendo de cada herramienta digital que incorporas. La inteligencia artificial, bien diseñada y bien gobernada, puede ayudarte a liberar tiempo, a enfocar la creatividad de tu equipo en lo que de verdad importa y a tomar decisiones mejor informadas; pero mal utilizada puede volverse otra fuente de ruido, de dependencia y de consumo innecesario. Mi invitación es que te quedes con una idea sencilla: no se trata de dejar de ser amable, se trata de ser más intencional. Intencional con las palabras que eliges, con los problemas que decides automatizar, con los datos que entregas y con los compromisos éticos que asumes frente a tu gente, tus clientes y tu entorno. Si conviertes esa intencionalidad en hábito, cada “gracias” deja de ser un costo marginal para convertirse en parte de una cultura de respeto, lucidez y responsabilidad digital. Esa es la verdadera diferencia entre una organización que solo sigue la ola de la moda tecnológica y otra que construye, con calma y firmeza, su propio camino de transformación inteligente y humana.

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Cuando alineas tu cortesía digital con decisiones conscientes, cada interacción con la IA se convierte en una inversión en claridad, eficiencia y humanidad empresarial.
Julio César Moreno Duque
Fundador – Consultor Senior en Tecnología y Transformación Empresarial
👉 “Nunca la tecnología por la tecnología en sí misma, sino la tecnología por la funcionalidad.”
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