En la vÃspera de Navidad
una multitud de personas alegres circulaba por las cercanÃas de la Catedral de
Reims, una de las más antiguas de Francia. Los niños reÃan y corrÃan en
interminables persecuciones; habÃa grupos juveniles que cantaban villancicos y
bailaban al son del laúd y un tamboril, y por todas partes brillaban rostros
dichosos. No parecÃa posible que en toda Reims hubiera un solo corazón
triste. Sin embargo, a algunas cuadras de allà habÃa cuatro.
Tres de aquellos
corazones tristes vivÃan junto a un maloliente desagüe que daba al rÃo. El
aspecto exterior de la vivienda revelaba deterioro y pobreza, mientras que el
interior se veÃa limpio y ordenado. Un solo ambiente constituÃa la casa y
por lo tanto era al mismo tiempo comedor, dormitorio y cocina para sus tres
habitantes. El áspero piso de piedra habÃa sido cuidadosamente barrido, y las
cubiertas remendadas de los colchones de paja estaban impecablemente
limpias.
Una mesa de tablas, dos
sillas rotas y un banco raquÃtico eran los únicos muebles del lugar. En un
rincón, la débil llama de un pequeño brasero de carbón servÃa para cocinar las
pobres comidas y para calentar la casa. El único detalle de belleza
estaba en una hornacina minúscula, una especie de hueco en la pared con un
estante; allà se lucÃa un ramo de flores silvestres dispuestas en un viejo
tazón.
En ese momento la mujer de la casa tejÃa, mientras un muchacho de siete años jugaba sentado a la mesa -en la que habÃa unos pocos platos cascados- y una niña mayor revolvÃa una caldera sobre el brasero. La señora era la condesa Marie de Malincourt, y el muchacho y la muchacha, sus hijos Louis y Jeanne. Mientras avanzaba en su labor, la madre recordaba con tristeza aquella Navidad de apenas un año atrás, cuando todo en sus vidas era diferente.
Entonces vivÃan en un gran castillo, y como cada vÃspera de Nochebuena, ella, su marido y los niños salÃan a la puerta para saludar a la muchedumbre reunida. Los ancianos, los enfermos y los pobres esperaban allÃ, y los Malincourt se abrÃan paso entre ellos, dando a cada habitante del pueblo un regalo en forma de ropa abrigada, hierbas curativas, alimentos o juguetes para los niños. Pero cuando sobre el lugar se desató una rápida y cruenta guerra todo cambió. El castillo fue atacado y saqueado. El marido de Marie cayó prisionero y, atado con cadenas, fue llevado lejos. Su esposa y los niños habÃan logrado huir por un pasadizo secreto y, en medio de la noche, corrieron hacia la aldea cercana. Pero el poblado estaba abandonado: los aldeanos, asustados, habÃan escapado.
En ese momento la mujer de la casa tejÃa, mientras un muchacho de siete años jugaba sentado a la mesa -en la que habÃa unos pocos platos cascados- y una niña mayor revolvÃa una caldera sobre el brasero. La señora era la condesa Marie de Malincourt, y el muchacho y la muchacha, sus hijos Louis y Jeanne. Mientras avanzaba en su labor, la madre recordaba con tristeza aquella Navidad de apenas un año atrás, cuando todo en sus vidas era diferente.
Entonces vivÃan en un gran castillo, y como cada vÃspera de Nochebuena, ella, su marido y los niños salÃan a la puerta para saludar a la muchedumbre reunida. Los ancianos, los enfermos y los pobres esperaban allÃ, y los Malincourt se abrÃan paso entre ellos, dando a cada habitante del pueblo un regalo en forma de ropa abrigada, hierbas curativas, alimentos o juguetes para los niños. Pero cuando sobre el lugar se desató una rápida y cruenta guerra todo cambió. El castillo fue atacado y saqueado. El marido de Marie cayó prisionero y, atado con cadenas, fue llevado lejos. Su esposa y los niños habÃan logrado huir por un pasadizo secreto y, en medio de la noche, corrieron hacia la aldea cercana. Pero el poblado estaba abandonado: los aldeanos, asustados, habÃan escapado.
Durante los meses
siguientes, los tres vagaron por los caminos cambiando poco a poco sus
pertenencias por comida y alojamiento. La capa de Marie habÃa terminado
en los hombros de la esposa de un comerciante rico; la hermosa ropa de Louis y
Jeanne habÃa sido reemplazada por modestas prendas de campesino. El único
recuerdo que conservaban de su dichosa vida anterior era el escudo del padre,
que el pequeño Louis habÃa sacado del castillo en el último momento.
-
Madre. -dijo de pronto Jeanne, interrumpiendo los pensamientos de la
mujer-, mañana es Navidad.
- SÃ,
querida. -asintió la mujer, y luego agregó con amargura, expresando lo que
ya todos sabÃan-: Pero esta vez no habrá juguetes ni golosinas para ustedes,
hijos. No tenemos nada de eso.
- ¡No
los necesitamos! -contestó Jeanne con firmeza-.
- Nos
tenemos a nosotros mismos. -agregó Louis, con cierta gravedad, como con
vergüenza de decir algo tan justo y emotivo.
La madre los miró y
sonrió.
- SÃ.
-dijo Marie-, aunque la vida es dura, todavÃa nos tenemos unos a otros, y
aunque extrañemos a papá, estoy segura de que muchos en Reims no tienen a nadie
y esta noche también echan de menos a sus seres queridos. Sólo desearÃa que
tuviéramos algo para dar a los pobres como hacÃamos antes.
Un silencio profundo
llenó el cuarto.
-
¡Mamá! -gritó de pronto Jeanne-. ¡SÃ, tenemos algo para dar!
Mientras hablaba, la
pequeña tomó una vela que habÃa sobre la mesa y la acercó velozmente a una
ventana.
- ¿Qué
estás haciendo? -preguntó su hermano-.
-
¡Miren! -se entusiasmó Jeanne-. ¡La pondré en el marco y quizás alguien pase,
quizás alguien como nosotros mismos, sea más feliz gracias a este regalo de
luz! Ahà está, vean cómo se refleja su luz en la nieve. -terminó de
decir, alejándose para echar un vistazo a su trabajo.
-
¡Qué buena hija tengo! -dijo Marie, volviendo a su tarea.
Lejos, en la plaza mayor,
entre las luces y la alegrÃa, latÃa el cuarto corazón triste, en el pecho de un
chico de nueve años, un muchacho vestido con ropa hecha jirones y cuyos pies
desnudos estaban calzados con dos rústicos zuecos de madera. Estaba
completamente solo en el mundo, sin dinero ni amigos, hambriento y medio muerto
de frÃo. Cuando intentaba contar su historia a alguna de las personas que
encontraba, nadie le prestaba atención. Lo miraban con el ceño fruncido o lo
apartaban de un codazo si se interponÃa en el camino. Desesperado de
hambre, el chico comenzó a vagar por las calles, deteniéndose aquà y allá a
mirar las casas espléndidas e intentando hallar ayuda. Pero en ninguna puerta
habÃa bienvenidas para el pobre chico solitario.
Las calles de Reims
estaban cada vez más oscuras y el aire cada vez más frÃo. El chico siguió
caminando, deseando encontrar abrigo antes de que la noche se cerrara del
todo. De pronto, vio a lo lejos un destello minúsculo de luz. Hacia allÃ
se dirigió. Al acercarse, descubrió que la llama de una pequeña vela temblaba
en la ventana de la casucha más pobre de toda la ciudad. Por alguna razón, la
insistente luz llevó su repentino resplandor al corazón del chico, que corrió
hasta la puerta y se animó a llamar. Abrió una niña y enseguida se acercaron a
saludar una mujer y un chico. Minutos después el muchacho se encontraba sentado
junto a un brasero.
Mientras la niña le
calentaba una de las manos frÃas entre las suyas, el hermano sostenÃa la otra.
La mujer, arrodillándose ante él, le retiró los zuecos de madera y le frotó los
pies helados. Cuando vieron que habÃa recobrado el calor del cuerpo, la nena
sirvió en cuatro tazones un guiso que olÃa riquÃsimo. No habÃa demasiado, pero
el chico advirtió que el tazón más lleno se lo habÃan dado a él. Comió con
avidez, pensando que nunca habÃa probado algo más sabroso. De pronto,
cuando estaban terminando la cena, una extraña luz, más fuerte que el brillo de
mil velas, llenó la sala. El chico estaba tan radiante que Marie y sus hijos
apenas podÃan mirarlo. Los niños se pusieron de pie y la mujer se tomó la cara
con ambas manos.
-
Ustedes, con su pequeña vela, han iluminado al niño Dios en su camino al Cielo.
-dijo entonces el chico-. Enseguida dio dos pasos hacia la puerta y con
la mano ya en el picaporte agregó: Esta noche, sus ruegos más sentidos serán
respondidos.
HabÃa una conmovedora
firmeza y suavidad en su voz. Un instante más tarde, el extraño se
marchó. La mujer y sus hijos no podÃan reponerse de la sorpresa.
Incapaz de contestar las mil y una preguntas con que la aturdÃan sus pequeños,
ansiosos por explicarse quién era ese chico y qué habÃa ocurrido, Marie se puso
de rodillas y comenzó a orar, pidiendo por el regreso de su esposo. Al verla,
los niños callaron y la imitaron. Asà estaban cuando repentinamente se
abrió la puerta de la calle. La silueta de un alto caballero armado se
perfiló en el umbral y los chicos retrocedieron asustados.
-
¡Marie! ¡Jeanne! ¡Louis! -gritó el hombre- ¿es que ya no me reconocen después
de todos estos terribles meses de prisión? ¡Cómo los he buscado!
Los chicos se arrojaron
a los brazos del padre, y la mujer, tras un segundo de vacilación, se sumó al
interminable abrazo.
- ¿Cómo
nos hallaste, papá? -preguntó al fin Louis, llorando de alegrÃa.
- Un
pobre niño que encontré en la carretera me indicó dónde vivÃan. -respondió el
caballero-.
- El
Niño Dios. -susurró Marie, y le contó a su marido los extraños acontecimientos
de ese dÃa.
Desde entonces, cada
Nochebuena, la familia Malincourt dejó una vela encendida junto a la ventana.