En los últimos años llenamos oficinas, plantas, hospitales y hogares de sensores, cámaras, medidores inteligentes, cerraduras digitales y dispositivos que hablan entre sí sin pedirnos permiso. Todo eso que llamamos internet de las cosas promete eficiencia, ahorro y comodidad, pero también abre puertas silenciosas para el delito digital y errores humanos. En Colombia y en Latinoamérica ya no es un tema futurista: muchas pymes dependen de equipos conectados que nadie inventarió, que casi nunca se actualizan y rara vez se diseñaron pensando en nuestra realidad normativa y de seguridad. Desde 1988 he visto cómo cada ola tecnológica repite el mismo patrón: primero fascinación, luego masificación y, al final, el costo de no haber protegido a tiempo. Por eso este artículo busca aterrizar el problema y mostrarte una ruta muy práctica para proteger mejor tus dispositivos IoT y tu negocio.
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Cuando hablo con empresarios, gerentes de TI o responsables de operación, casi siempre la conversación sobre Internet de las Cosas comienza con orgullo: “instalamos sensores de energía en toda la planta”, “automatizamos el edificio con cerraduras inteligentes” o “nuestros vehículos ahora envían datos en tiempo real”. Todo eso es valioso, pero cuando hago la siguiente pregunta —“¿dónde está el inventario completo de esos dispositivos, quién los administra y cómo se actualizan?”— la respuesta suele ser silencio o miradas entre equipos. Ese vacío es hoy uno de los riesgos más subestimados en Colombia y la región. Los analistas coinciden en que el número de dispositivos IoT conectados superó ampliamente a la cantidad de computadores y móviles tradicionales, y sigue creciendo impulsado por proyectos de ciudad inteligente, agro conectado, salud digital, logística y energía.
Lo que hace particularmente delicado al Internet de las Cosas no es solo la cantidad de equipos, sino su naturaleza. Muchos dispositivos fueron diseñados para durar diez o quince años en campo, pero con un software que tal vez solo recibe actualizaciones durante dos o tres años. Otros llegan con contraseñas por defecto que nadie cambia, servicios abiertos que nadie necesita o componentes sin cifrado que transmiten datos sensibles en texto plano. He visto cámaras de vigilancia compradas a bajo costo que exponen su panel de administración en internet sin ninguna protección, sensores que envían datos de producción por protocolos sin autenticación y dispositivos médicos conectados sin segmentación de red, compartiendo espacio con equipos de oficina y navegación general. Todo esto conforma una superficie de ataque silenciosa, muchas veces invisible para la alta gerencia, pero muy atractiva para ciberdelincuentes que ya han demostrado su capacidad de usar IoT como puerta de entrada para ataques de ransomware o robo de información.
En más de tres décadas acompañando procesos de transformación, he encontrado que la manera más efectiva de abordar este reto no es llenar la empresa de herramientas, sino trabajar conscientemente sobre tres puntales que sostienen la seguridad del Internet de las Cosas de forma funcional. El primero tiene que ver con cómo se diseñan, seleccionan y configuran los dispositivos; el segundo con la forma en que estos equipos se conectan y conviven en la red; y el tercero con la gestión de identidades, datos y ciclo de vida. No son teorías de laboratorio: son criterios prácticos que aplico con mis clientes para que IoT deje de ser un riesgo opaco y se convierta en un activo controlado y alineado con el negocio.
El primer puntal es la seguridad desde el origen, incluso cuando tú no fabricas los dispositivos. La mayoría de empresas en Colombia y Latinoamérica compra equipos a terceros, así que la decisión crítica está en qué exiges al proveedor y qué validas antes de conectar algo a tu red. Allí es donde empezamos a ver la diferencia entre un IoT responsable y un IoT improvisado. Un dispositivo pensado con seguridad desde el diseño cuenta con elementos como arranque seguro, firmware firmado digitalmente, mecanismos de actualización remota, cifrado en tránsito y en reposo, y un modelo de configuración que obliga a cambiar credenciales por defecto. Muchos estándares recientes, como las guías de seguridad para IoT de ENISA en Europa o las recomendaciones del NIST en Estados Unidos, van precisamente en esa línea: exigir un mínimo de controles de seguridad incorporados y no dejar toda la carga al cliente final.
Cuando acompaño un proceso de compra o renovación de dispositivos conectados, suelo insistir en algo que parece obvio, pero que casi nadie formaliza: la seguridad debe estar en el pliego de requisitos, no en la letra pequeña del contrato. Eso implica incluir preguntas claras para los proveedores sobre cuánto tiempo ofrecen actualizaciones de seguridad, qué protocolo usan para gestionarlas, cómo protegen las claves criptográficas dentro del dispositivo, qué mecanismos tienen para deshabilitar equipos comprometidos y cómo se gestionan las vulnerabilidades reportadas por la comunidad. Una pyme puede no tener un laboratorio de pruebas avanzado, pero sí puede exigir certificaciones, fichas técnicas claras y garantías de ciclo de vida. Además, es fundamental que el área de TI participe desde el inicio en las decisiones de compra de sensores, cámaras o dispositivos “operativos”, y que no se trate a IoT como si fuera mera infraestructura física o simple domótica.
El segundo puntal es la forma en que los dispositivos IoT se comunican y se integran con tus sistemas. Aquí es donde la arquitectura de red se vuelve protagonista. En demasiadas organizaciones, todo lo que tiene cable o Wi-Fi termina conectado al mismo segmento, compartiendo recursos con computadores de oficina, servidores críticos y equipos de prueba. Esa mezcla es un caldo de cultivo perfecto para que un solo dispositivo vulnerado actúe como trampolín hacia el resto de la organización. Las buenas prácticas actuales recomiendan aplicar principios de microsegmentación y confianza cero, de modo que cada categoría de dispositivos tenga su propio “espacio” controlado, con reglas específicas, monitoreo diferenciado y accesos muy acotados.
En Colombia esta conversación también pasa por la evolución de las redes móviles y el despliegue gradual de 5G. Aunque aún estamos en una fase de transición, las pruebas piloto y los modelos de sandbox regulatorio muestran que es posible conectar flotas de dispositivos de manera más eficiente, pero también que necesitamos reglas claras para garantizar seguridad desde la infraestructura.
Lo he visto en proyectos donde camiones, medidores y sensores se conectan a través de redes celulares privadas o APN dedicadas: cuando se diseñan bien, estos esquemas permiten aislar el tráfico IoT del resto del tráfico corporativo y aplicar políticas centralizadas de filtrado, cifrado y monitoreo. Cuando se diseñan mal, crean túneles opacos donde nadie sabe qué viaja, quién se conecta ni desde dónde. Por eso, más allá de la tecnología elegida, el mensaje es simple: nunca trates el tráfico IoT como si fuera tráfico de navegación web normal y nunca permitas que dispositivos de bajo costo tengan acceso directo a tus sistemas críticos.
En este punto suele aparecer una objeción legítima: “Julio, todo eso suena muy bien, pero mi empresa no tiene un equipo gigante de seguridad ni un presupuesto ilimitado”. La realidad es que no hace falta. En muchas pymes empezamos por dos pasos sencillos: crear un inventario vivo de dispositivos conectados y separar lógicamente la red, incluso con recursos modestos. Ese inventario no es un documento estático, sino una práctica: registrar cada nuevo dispositivo, saber quién es el responsable, en qué red está, qué versión de firmware tiene y qué datos procesa. Y la segmentación puede ser tan básica como separar, con VLANs y reglas de firewall claras, los dispositivos IoT del resto de la infraestructura. A partir de allí se puede crecer hacia soluciones más avanzadas de monitoreo de comportamiento, detección de anomalías y gestión centralizada, pero el primer salto de madurez se da con claridad y orden.
El tercer puntal, que a veces se descuida incluso en empresas grandes, es la gestión de identidades, datos y ciclo de vida de los dispositivos. Cada equipo IoT debería ser tratado como una “identidad” dentro de tu arquitectura, con credenciales únicas, permisos definidos y una historia clara de altas, cambios y bajas. Sin embargo, en la práctica encontramos despliegues donde veinte sensores comparten la misma clave, cámaras con usuarios genéricos que nunca se rotan y dispositivos que quedan “fantasmas” en la red porque nadie sabe que siguen encendidos. En ese escenario, cualquier atacante que logre capturar una credencial tiene una llave maestra para un conjunto enorme de dispositivos. Las recomendaciones actuales pasan por usar autenticación fuerte entre dispositivos y plataformas, preferir certificados digitales sobre contraseñas simples, rotar credenciales con frecuencia y evitar, a toda costa, el uso de cuentas predeterminadas.
La gestión del ciclo de vida también implica tomar decisiones incómodas pero necesarias. Un dispositivo que ya no recibe actualizaciones de seguridad, que quedó fuera de soporte o que fue comprometido, debería tener una ruta clara de retiro o aislamiento estricto. En varias empresas industriales he tenido que acompañar procesos donde equipos muy costosos, aún funcionales desde lo operativo, representaban un riesgo tan alto que fue necesario colocarlos en “jaulas” digitales: redes ultra segmentadas, sin acceso directo a internet, con controles de monitoreo reforzados y puertas de salida muy controladas. No es lo ideal, pero es preferible a mantener una vulnerabilidad crítica expuesta. Parte de madurar en IoT es aceptar que la vida útil operativa de un dispositivo y su vida útil de seguridad no siempre coinciden, y que hay que gestionar ese desfase con inteligencia.
La otra cara de este tercer puntal son los datos. Cada sensor, cámara y medidor se convierte en una pequeña fábrica de información sobre procesos, personas y activos. En Colombia, esa información no se maneja en el vacío: nos movemos bajo un marco de protección de datos personales, seguridad digital y responsabilidad empresarial donde la Superintendencia de Industria y Comercio, la Estrategia Nacional de Ciberseguridad y las normas sectoriales ponen la vara cada vez más alta. Si un dispositivo IoT captura datos de clientes, empleados o ciudadanos, esos datos se consideran objeto de protección y traen consigo obligaciones de confidencialidad, integridad, disponibilidad y transparencia. No es solo un tema técnico; es un tema legal, reputacional y ético.
He visto organizaciones que descubren demasiado tarde que las cámaras de sus instalaciones almacenaban video en la nube de un proveedor sin contrato de tratamiento de datos, o que los sensores de salud de un programa piloto enviaban información a servidores ubicados en países sin garantías equivalentes de protección. En estos casos, el problema no es la tecnología en sí, sino la falta de gobierno sobre ella. Por eso, integrar el Internet de las Cosas a tu modelo de cumplimiento no es opcional: hay que mapear qué datos se capturan, dónde se procesan, quién los ve, cuánto tiempo se conservan y cómo se anonimizan o se destruyen cuando ya no son necesarios. Esa conversación debe sentar en la misma mesa a tecnología, operaciones, jurídico, cumplimiento y, en lo posible, a un aliado externo que traiga perspectiva y experiencia.
Otro elemento clave, que se ha vuelto cada vez más visible en los últimos doce meses, es el papel de la inteligencia artificial aplicada a IoT. Por un lado, muchas plataformas incorporan algoritmos que permiten detectar patrones anómalos en el comportamiento de los dispositivos, anticipar fallas, identificar posibles intrusiones y aumentar la eficiencia del mantenimiento. Por otro lado, los atacantes también usan IA para automatizar escaneos de dispositivos vulnerables, generar tráfico malicioso difícil de distinguir de lo legítimo y orquestar ataques a gran escala contra millones de equipos expuestos. En este escenario, la respuesta no puede ser desconectarse, sino utilizar la misma inteligencia para fortalecer la defensa: analítica de comportamiento, correlación de eventos, orquestación automatizada de respuestas y, sobre todo, una estrategia clara que defina qué se monitorea, con qué profundidad y con qué criterio de riesgo.
Desde mi experiencia, las empresas que mejor están gestionando su Internet de las Cosas tienen algo en común: no lo ven como un proyecto aislado, sino como parte natural de su arquitectura de servicios, de su estrategia digital y de su modelo de gobierno de datos. No ponen a pelear al área de operaciones con el área de TI, sino que los sientan juntos a diseñar una hoja de ruta. Entienden que la planta, la clínica, el edificio o la flota no pueden detenerse por un capricho de seguridad, pero tampoco puede sacrificarse la seguridad solo por operar más rápido. Ese equilibrio se construye con diálogo, con métricas claras y con decisiones basadas en riesgo, no en percepciones.
En la práctica, cuando entro a una organización que quiere ordenar su IoT, suelo proponer un camino escalonado. Empezamos por visibilidad: saber qué hay, dónde está y qué hace. Después pasamos a ordenamiento: segmentar redes, revisar configuraciones, cambiar credenciales, desactivar servicios innecesarios, definir responsables. Luego viene la capa de gobierno: políticas, procedimientos, criterios de compra, lineamientos de ciclo de vida. Finalmente, se integran capacidades avanzadas de monitoreo, automatización e inteligencia artificial donde tenga sentido. Cada etapa trae resultados visibles y medibles, desde la reducción de incidentes menores hasta la mejora en tiempos de respuesta y la tranquilidad de poder mostrar a socios, clientes y reguladores que el Internet de las Cosas de la empresa no es un caos, sino una capacidad gestionada.
En todo este camino, la realidad latinoamericana nos recuerda que no partimos de cero, pero tampoco podemos copiar modelos ajenos sin adaptarlos. Tenemos infraestructura desigual, brechas de conectividad, limitaciones presupuestales y, a la vez, una enorme creatividad para hacer mucho con poco. Esa combinación puede ser peligrosa cuando se improvisa con dispositivos baratos y configuraciones inseguras, pero también puede ser poderosa cuando se canaliza en soluciones funcionales, pragmáticas y alineadas con nuestro contexto. He visto pymes colombianas que, con recursos limitados, han logrado arquitecturas de IoT más ordenadas y seguras que grandes corporaciones en otros países que confiaron solamente en el marketing de “soluciones mágicas” sin preguntarse cómo se protegían.
Por eso, la conversación sobre los tres puntales del Internet de las Cosas no es un tema reservado para multinacionales. Es una conversación que cualquier empresa, desde un pequeño operador logístico hasta una institución de salud o una industria mediana, necesita tener. Los sensores que hoy monitorean temperatura de cadena de frío, estado de maquinaria, presencia de personas o niveles de inventario son, en la práctica, parte del sistema nervioso del negocio. Si se caen, si son manipulados o si exponen información crítica, el impacto no es teórico: son pérdidas, sanciones, paradas de operación o daño a la confianza construida durante años.
Si todo esto te suena abrumador, quiero que te quedes con una idea central: no se trata de hacerlo todo a la vez, se trata de dar pasos inteligentes en la dirección correcta. Empezar por el inventario, por separar redes, por exigir seguridad en las compras y por tratar a cada dispositivo como una identidad con responsabilidades, ya transforma el panorama. A partir de ahí, con apoyo adecuado, se puede construir un modelo robusto donde el Internet de las Cosas deje de ser un riesgo silencioso y se convierta en un aliado estratégico para la eficiencia, el cumplimiento y la toma de decisiones basada en datos.
Durante más de treinta años he visto cómo cada ola tecnológica llega con la promesa de transformarlo todo y, al mismo tiempo, con la tentación de dejar “para después” la conversación incómoda sobre seguridad y cumplimiento. Con el Internet de las Cosas esa tentación es aún mayor, porque los dispositivos son pequeños, discretos, baratos y aparentemente inofensivos. Sin embargo, detrás de cada sensor hay procesos, personas, datos y decisiones de negocio que merecen ser protegidos. Si hoy sientes que tu empresa ha ido conectando cosas sin una estrategia clara, no eres el único: es la realidad de buena parte de las organizaciones en Colombia y Latinoamérica. Lo importante no es culparse, sino asumir que este es el momento ideal para ver con otros ojos lo que ya está instalado y convertirlo en una capacidad sólida. Desde TODO EN UNO.NET acompañamos ese proceso de manera consultiva: empezamos analizando tu contexto, tus riesgos y tus objetivos; diseñamos contigo una hoja de ruta que prioriza lo esencial y que respeta tus recursos; y luego te ayudamos a implementar soluciones funcionales que combinan consultorías administrativas, tecnológicas, de mercadeo digital, Habeas Data, facturación electrónica, automatización e inteligencia artificial, siempre con foco en la realidad de tu organización. Aumentamos la eficiencia de tu empresa con soluciones digitales y normativas, pero también con una mirada humana que entiende el peso que tienes sobre tus hombros como empresario, directivo o responsable de TI. Y no te dejamos solo al final del proyecto: mantenemos un acompañamiento que evoluciona contigo, porque las amenazas cambian, la tecnología avanza y tu negocio también tiene derecho a crecer con seguridad, calma y visión de futuro. El siguiente paso no es desconectar tus dispositivos, sino conectarlos mejor, con criterio, con propósito y con un aliado que ha recorrido este camino una y otra vez.
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