En los últimos años, las empresas latinoamericanas han descubierto que un ciberataque no es solo un asunto de tecnología, sino una prueba de carácter organizacional. Ransomware que detiene operaciones completas, fraudes silenciosos que comienzan con un correo de aparente confianza y filtraciones de datos que hieren más la reputación que el bolsillo muestran una región convertida en objetivo prioritario, donde muchos equipos aún reaccionan tarde, mal o simplemente no reaccionan. No es falta de herramientas; es falta de cultura. Mientras las amenazas aprovechan la IA y la hiperconectividad, directivos y colaboradores siguen viendo la seguridad como un costo o un problema “del área de sistemas”, en lugar de asumirla como parte del ADN empresarial. Este blog nace desde más de tres décadas acompañando organizaciones reales para ayudarte a pasar del miedo a la acción consciente.
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La fotografía actual de la región es incómoda, pero necesaria para despertar. Diversos reportes coinciden en que América Latina se ha convertido en una de las zonas más atacadas del mundo: algunos análisis muestran que las organizaciones de la región sufren hasta un 39 % más incidentes semanales que el promedio global, con picos de casi 3.000 ataques por organización cada semana. En el sector financiero, cerca del 79 % de los incidentes analizados están relacionados con ransomware, lo que significa operaciones detenidas, clientes en pánico y reguladores vigilando cada movimiento de la entidad afectada.
No estamos hablando de ciencia ficción ni de grandes multinacionales lejanas: son compañías medianas, cooperativas, empresas familiares y grupos empresariales como los que hemos acompañado en Colombia y en otros países de la región desde finales de los años ochenta.
Detrás de cada ataque exitoso suele aparecer el mismo patrón cultural. Directivos que pensaban que “eso solo le pasa a los bancos grandes”, áreas comerciales que presionan para abrir accesos desde cualquier dispositivo sin controles, colaboradores que temen reportar un error por miedo a ser culpados, y equipos de TI aislados, saturados y reducidos al rol de “apagafuegos”. En paralelo, los delincuentes han profesionalizado su modelo de negocio, automatizando ataques, comprando accesos en mercados clandestinos y usando herramientas de inteligencia artificial para diseñar campañas de phishing casi indistinguibles de una comunicación legítima. El choque entre una cultura de seguridad inmadura y un crimen digital industrializado es, por definición, desigual.
Los estudios globales refuerzan esta brecha. El índice de preparación en ciberseguridad de Cisco muestra un dato que debería ser titular en toda junta directiva: aunque cerca del 80 % de las organizaciones se declaran confiadas en su capacidad para enfrentar el entorno de amenazas actual, solo alrededor del 3 % alcanza un nivel “maduro” de preparación real. Es decir, muchas empresas en Latinoamérica viven con una peligrosa mezcla de sobreconfianza y subinversión en capacidades, procesos y talento. La consecuencia es clara: cuando llega el incidente, se improvisa. Y en seguridad, improvisar sale muy caro. IBM estima que el costo promedio de una filtración de datos en América Latina supera los 2,7 millones de dólares y ha crecido más del 10 % en un solo año.
Imagina una organización mediana de servicios en la región. Un lunes festivo, alguien del área administrativa abre un archivo adjunto que llega en un correo aparentemente legítimo de un proveedor conocido. El archivo despliega un formulario, pero en segundo plano ejecuta código malicioso. Dos días después, varios sistemas amanecen cifrados: facturación, cartera, nómina, documentos legales. Los atacantes dejan una nota pidiendo un rescate en criptomonedas, amenazando con publicar la información de clientes si la empresa no paga. No existen copias de seguridad aisladas, el personal no sabe a quién avisar, la dirección no tiene un plan de comunicación, los abogados no han definido protocolos frente a autoridades y clientes. Ese no es un problema de antivirus: es un problema de cultura y de gestión integral del riesgo.
Cuando acompañamos a organizaciones en este tipo de escenarios, lo primero que aparece es la conversación incómoda: “si hubiéramos…”. Si hubiéramos hecho simulacros de respuesta a incidentes; si hubiéramos invertido en segmentación de redes; si hubiéramos entrenado a la gente con escenarios reales y no con una charla genérica anual; si hubiéramos exigido cláusulas de seguridad a los proveedores críticos; si hubiéramos involucrado al área jurídica y de comunicación desde el diseño de los procesos. La buena noticia es que nunca es tarde para empezar a corregir el rumbo, siempre y cuando se entienda que la transformación no empieza por la herramienta, sino por la mentalidad. Y en ese camino, contar con una mirada externa ayuda a ver puntos ciegos.
En este punto, muchos empresarios se preguntan por dónde arrancar. La respuesta no está en comprar “un producto mágico”, sino en hacer un diagnóstico honesto de la cultura actual de seguridad: qué se piensa, qué se siente y cómo se actúa cuando nadie está mirando. Desde ahí se pueden priorizar cambios concretos, alineados con la realidad del negocio y con su nivel de madurez. Si quieres revisar tu cultura de seguridad con una mirada estratégica y funcional antes de que un incidente te obligue a hacerlo a la fuerza, este es un buen momento para conversar y trazar un plan.
Una cultura de seguridad sólida empieza arriba, pero se valida abajo. Cuando la junta directiva ve la seguridad como parte de la estrategia de negocio, no como una partida de gasto aislada, se abre la puerta para decisiones coherentes: priorizar inversiones, definir indicadores que se revisan con la misma seriedad que un estado de resultados, exigir a proveedores estándares claros y apoyar al equipo técnico en lugar de responsabilizarlo en solitario. Sin embargo, la verdadera prueba está en el día a día: en si los colaboradores se sienten autorizados para detener un proceso cuando identifican un riesgo, en si un jefe prefiere perder unos minutos verificando un correo que “avanzar rápido” y caer en un fraude, en si se reconoce y celebra a quien reporta vulnerabilidades en lugar de castigarlo.
La seguridad también es, cada vez más, un tema de confianza y de privacidad. El Estudio de Privacidad 2025 de Cisco revela que el 95 % de las organizaciones reconoce que sus clientes no comprarán si sienten que sus datos no están protegidos de manera adecuada y que el 99 % considera clave contar con certificaciones de privacidad cuando elige un proveedor. Además, el 97 % afirma que tiene la responsabilidad ética de usar los datos de forma correcta. Estas cifras muestran algo fundamental para el contexto latinoamericano: la cultura de seguridad no solo evita sanciones y pérdidas, también construye reputación y abre puertas a nuevos negocios, especialmente cuando se trata de competir en ecosistemas globales donde la protección de datos es un requisito de entrada.
El reto, sin embargo, es que muchas organizaciones de la región siguen viendo la privacidad y la seguridad como proyectos separados, liderados por equipos distintos, con presupuestos fragmentados y visiones parciales. En la práctica, lo que el cliente percibe es una sola cosa: “¿puedo confiar en que esta empresa cuida mis datos, mis transacciones y mi tiempo?”. Responder afirmativamente requiere integrar la seguridad en los procesos, en los contratos, en la selección de proveedores, en los modelos de atención y en la forma en que se aprovechan tecnologías como la inteligencia artificial y la nube. No se trata solo de cumplir una ley, sino de honrar una promesa de confianza.
La irrupción de la inteligencia artificial ha añadido una capa más de complejidad y de urgencia. Los atacantes están utilizando herramientas generativas para crear correos de phishing impecables en cuestión de minutos, para fabricar deepfakes de voz y video, y para automatizar ataques a gran escala. Al mismo tiempo, muchas empresas experimentan con “IA sombra”: modelos, asistentes y conectores no aprobados por TI que manejan datos sensibles sin controles claros. Investigaciones recientes muestran que una fracción creciente de las brechas de seguridad está vinculada al uso inadecuado de IA, tanto por parte de atacantes como de las propias organizaciones. En este escenario, una cultura de seguridad madura no demoniza la IA, pero tampoco la adopta de forma ingenua: establece criterios de uso, define niveles de acceso, documenta riesgos y se asegura de que las personas entiendan qué pueden y qué no pueden hacer con estas herramientas.
Otro factor crítico en Latinoamérica es la brecha de talento especializado. Los informes globales coinciden en que más de la mitad de las organizaciones declara enfrentar una escasez relevante de personal de seguridad, lo que incrementa significativamente el costo de las brechas y la dificultad para responder de manera oportuna. A falta de equipos grandes y altamente certificados, muchas empresas tienen que apostar por modelos híbridos: fortalecer a su personal interno, apoyarse en aliados externos confiables y automatizar todo aquello que pueda reducir errores humanos y tiempos de respuesta. Pero nada de eso funcionará si la cultura interna sigue delegando toda la responsabilidad en “el experto” y desentendiéndose del rol que juega cada área. La seguridad moderna es un deporte de equipo.
Los datos económicos deberían terminar de convencer a cualquier gerente financiero escéptico. El promedio global del costo de una filtración de datos se ha movido en los últimos años alrededor de los 4,4 millones de dólares, con variaciones por sector y región, mientras que en América Latina, aunque los montos absolutos pueden ser menores, el impacto relativo sobre la operación y la caja es devastador. A esto se suma que la región vive una intensificación de riesgos: informes recientes señalan que, pese a una ligera reducción en el costo promedio global de las brechas gracias a la adopción de IA defensiva, en América Latina la combinación de crimen organizado, baja inversión y escasez de talento está elevando las consecuencias operativas y reputacionales de cada incidente. Si sumamos sanciones regulatorias, pérdida de clientes, interrupciones en la cadena de suministro y desgaste del equipo, el mensaje es claro: no hacer nada sale más caro que invertir a tiempo.
Evolucionar la cultura de seguridad, por tanto, implica una apuesta estratégica en tres frentes que se alimentan mutuamente. El primero es el liderazgo: directivos que preguntan por indicadores de riesgo con la misma disciplina con la que revisan ventas y flujo de caja, que incorporan la seguridad en discusiones de expansión, adquisiciones y nuevos productos, y que se forman ellos mismos en conceptos clave para no depender únicamente de resúmenes técnicos. El segundo frente es el comportamiento cotidiano: políticas claras, sí, pero sobre todo hábitos sostenidos, desde bloquear la pantalla al levantarse hasta verificar la legitimidad de una solicitud de transferencia. El tercero es la capacidad de respuesta: saber qué hacer, quién decide, a quién se notifica y cómo se vuelve al negocio con el menor impacto posible cuando —no si— ocurra un incidente.
En la práctica, una organización que decide madurar su cultura de seguridad empieza por escucharse a sí misma: entrevistas, talleres, encuestas internas que revelan creencias como “es mejor no reportar para no meterse en problemas” o “la seguridad siempre retrasa los proyectos”. A partir de ahí, se construye un lenguaje común, se diseñan entrenamientos con ejemplos cercanos al negocio, se incluyen simulacros de phishing y ejercicios de mesa donde participan directivos, responsables de negocio, TI, talento humano, jurídico y comunicaciones. Esta dimensión pedagógica no es un lujo, es la única forma de que la seguridad deje de ser un discurso abstracto y se vuelva algo que la gente reconoce en sus decisiones diarias.
Para muchas empresas, especialmente pymes y organizaciones en crecimiento, este camino puede parecer abrumador. Ahí es donde una consultoría verdaderamente funcional marca la diferencia. No se trata de llenar a la compañía de documentos que nadie lee, ni de imponer herramientas que requieren una curva de aprendizaje imposible para el equipo. Se trata de entender el modelo de negocio, los flujos de información, las obligaciones legales, el ecosistema de proveedores y las capacidades actuales, y a partir de ahí priorizar pasos concretos: qué proteger primero, qué automatizar, qué delegar y qué desarrollar internamente. Una buena hoja de ruta de seguridad es realista, medible y adaptable.
En los últimos treinta y tantos años he visto empresas latinoamericanas que salieron fortalecidas después de un ciberataque porque se tomaron el incidente como un punto de inflexión y decidieron rediseñar su cultura desde la humildad y la responsabilidad. He visto otras que, pese a las advertencias, terminaron repitiendo errores porque creyeron que con “pagar el rescate” y silenciar el problema era suficiente. La diferencia casi nunca está en el presupuesto, sino en la disposición a aprender, en la transparencia con la que se discuten los riesgos y en la coherencia entre lo que se predica y lo que se hace. La cultura de seguridad no se decreta; se construye todos los días.
Si tu organización está en ese punto en el que intuye que la amenaza es real, pero aún no ha dado el salto hacia una cultura de seguridad madura, este es el mejor momento para actuar. La región está bajo presión, los atacantes están más organizados que nunca y la regulación avanza en dirección a exigir mayores niveles de responsabilidad, transparencia y diligencia en la gestión de incidentes. No se trata de vivir con miedo, sino de integrar la seguridad como parte natural de la estrategia, de la innovación y del servicio al cliente. Y eso empieza por una decisión consciente de la alta dirección de dejar de ver la seguridad como un obstáculo y asumirla como un habilitador de confianza, continuidad y crecimiento.
En ese contexto, contar con un aliado que entienda tanto la realidad tecnológica como la humana y la normativa de América Latina se vuelve clave. Desde TODO EN UNO.NET hemos acompañado procesos donde la ciberseguridad se conecta con la automatización, la gestión de datos personales, la facturación electrónica, la cultura digital y la formación de equipos. Sabemos que ningún entorno es perfecto, pero también sabemos que cuando una empresa decide evolucionar su cultura de seguridad con criterio y propósito, el retorno se ve en menos incidentes, respuestas más rápidas, decisiones más informadas y clientes que confían. Si sientes que tu organización está lista para dar ese paso, no tienes que recorrerlo sola.
Cuando una organización latinoamericana decide tomarse en serio su cultura de seguridad, el punto de partida casi siempre es el mismo: la conciencia de que el riesgo ya no es hipotético. Tal vez han recibido intentos de fraude cada vez más sofisticados, notan a sus equipos agotados por apagar incendios digitales o perciben que los clientes preguntan con mayor frecuencia cómo protegen sus datos. Ese malestar, bien gestionado, se convierte en motor de cambio. Desde TODO EN UNO.NET hemos visto cómo, al abrir conversaciones honestas sobre ciberataques, miedo al error y responsabilidades compartidas, se produce algo poderoso: la gente deja de ver la seguridad como una carga impuesta y empieza a reconocerla como una forma de cuidar el trabajo propio, la relación con los clientes y el futuro del negocio. En ese momento se hace posible avanzar desde el diagnóstico hacia la acción, pasando por una estrategia clara y una implementación que no se queda en el papel. No se trata solo de revisar firewalls, contratos o copias de seguridad, sino de ordenar el ecosistema completo: quién decide, quién autoriza, quién monitorea, qué se automatiza y qué se mantiene bajo control humano, cómo se integra la seguridad en proyectos de IA, comercio electrónico, movilidad o expansión internacional. Durante más de tres décadas he visto que, cuando este proceso se hace bien, la empresa no solo reduce brechas y tiempos de respuesta, sino que descubre nuevas oportunidades de mejora operativa, ahorro y diferenciación competitiva. Aumentamos la eficiencia de tu empresa con soluciones digitales y normativas, pero, sobre todo, con una visión que entiende que la tecnología solo tiene sentido cuando protege y potencia a las personas. Por eso el acompañamiento no termina con la entrega de un informe o la instalación de una herramienta; se prolonga en seguimientos, actualizaciones y espacios de reflexión que ajustan la estrategia a medida que cambian las amenazas, la regulación y el propio negocio. El objetivo final es que tu organización no solo sobreviva a los ciberataques, sino que se consolide como un referente de confianza y resiliencia en su sector.
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